domingo, 14 de noviembre de 2010

interurbanos

 
Trayectos, encuentros, desconocidos.

Cojo el metro de vuelta a casa, estoy cansado y al entrar al vagón busco algún asiento libre con la mirada. A la derecha hay uno vacío junto a un chico que me mira con ojos sonrientes. Con la sensación de estar huyendo voy hacia la izquierda, donde hay otros asientos libres. Entre los ojos sonrientes y yo, un matrimonio extranjero, de pie, revisan un plano del metro buscando una estación.  A través de ellos puedo ver una parte de la cabeza del chico, el pelo rojizo, girando hacia mi dirección, pero el matrimonio nos impide la visión completa. Veo sus zapatillas deportivas y una bolsa de viaje. Él verá mis zapatos, los vaqueros oscuros ajustados, mi cabeza recién rapada.
Pasan dos estaciones y vamos rumbo al más allá de las miradas. Las zapatillas se mueven, una mano ase la bolsa que se eleva, de detrás del marido surge completa la figura del chico pelirrojo. Se apoya contra la puerta me mira abiertamente y sonríe. Yo desvío la mirada un instante, vuelvo a mirar y el sigue mirando y sonriendo. Sonrío con timidez intentado no mostrar complicidad. Entonces el chico se acerca y pregunta, primero al matrimonio ¿españoles?, ellos dicen que no y luego me pregunta a mí, que digo que sí. El chico ahora suelta la bolsa, y con acento italiano empieza a cantar y a dar palmas. No entiendo al principio lo que dice, pero a la tercera repetición ya sí, está cantando a voz en grito ‘españoles… fútbol club maricones’ una y otra vez. Se detiene y me intenta hacer comprender lo que está diciendo, que son unos maricones ¿no? Un poquito ¿no?, los italianos cincuenta por ciento y los españoles… cincuenta y uno por lo menos ¿no?. Vuelve a cantar lo mismo y ya el tren llega a la estación. Antes de salir se me acerca y con su sonrisa pecosa y alejada de la realidad, me extiende una mano cuya piel siento mucho más rugosa de lo que hubiera podido imaginar. 






<El pasillo es muy largo. A las ocho de la mañana vamos y venimos todos los solitarios desconocidos de todos los días, recorriéndolo silenciosos, sólo se escucha el rumor sordo y amorfo de nuestros pasos. Pero hoy no, hoy ella se acerca, transparente e invisible entre todos, no puedes localizarla, pero sabes que está allí, al otro extremo del pasillo, con sus zapatos de tacón asimétricos, su caminar asimétrico, su tac TAC, tac TAC que se aproxima percusiva e insistentemente, y tienes la necesidad de descubrirla entre la masa de caras que vienen en tu dirección y pasan de largo. El tac TAC está ahí mismo, a tu lado. Te detienes en mitad del pasillo, te empujan por la derecha y por la izquierda, y no la localizas, el tac TAC ha cambiado de tono, como las sirenas de las ambulancias cuando se alejan. Te vuelves y escudriñando entre las piernas alcanzas a ver los zapatos subiendo ya las escaleras del fondo del pasillo. Seguro que a uno de los dos tacones le falta una tapa.>

Iba en el autobús de vuelta del trabajo en uno de esos autobuses gusano con asientos enfrentados. El chico, de unos quince años, se sentó frente a mí.  Tenía bastantes piercings impresionantes a la vista en cejas, mejillas, nariz y labios. Los lóbulos de las orejas horadados por un gran anillo cada una, tan grandes que pensé que se lo habría hecho desde pequeño como en alguna tribu africana.
Yo leía un libro y nos mirábamos de soslayo, él estaba muy serio.  Su aspecto era verdaderamente fiero. Y entonces, para desbaratarme el prejuicio que iba tomando forma en mi cabeza, sacó un libro de texto del bolso que había dejado a su lado. Repasó algunas párrafos que estaban subrayados y luego, sacó un cuaderno de espiral y fue pasando las hojas llenas de apuntes hasta llegar a la que le interesaba. Acto seguido sacó de un estuche, un bolígrafo y un lápiz, hizo anotaciones en el cuaderno, subrayó en el libro de texto, borró y volvió a anotar aquí y allá, sin dejar de mirarme por el rabillo del ojo. Yo empecé a pensar en hacer algunas fotos  de tenedores pinchando los redondos agujeros de la mesa.


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