sábado, 28 de enero de 2012

PARA LLORAR

La música siempre me ha calado muy hondo y ha sido uno de esos placeres que he disfrutado en solitario,  a veces tanto que me ha bastado escuchar una canción para ponerme a bailar, a limpiar, o a llorar... como un poseído.
Es un llorar, cuando escucho determinadas canciones, paradójicamente placentero, aunque se me empapen las mejillas de lágrimas y se me tapone la nariz, estoy disfrutando. Tiene eso su punto masoca… pero así es la cosa.
Quería desde hace tiempo editar una entrada con mis canciones tristes favoritas, pero como no soy nada experto en esto de los blogs ni de gadgets ni de posts he decidido plantar una historia de llorar, románticamente hablando. Todo lo que cuento en ella es casi, casi, real como la vida misma, verdadero y nada falso y, llorar, mientras la escribí lloré lo mío. Es una parte de la historia de mis lugares no deseados.
Os propongo dos canciones, tristes a más no poder, que le vienen que ni pintadas a mi escrito. Esta primera 'Sorry to see me go' de Teddy Thompson,  la he encontrado en directo, una pena que haya un poco de saturación en el volumen, pero es una pequeña joya de aire country :






Y esta otra 'This love affair' de Rufus Wainwraight, que o bien te mata de aburrimiento o te aúpa en la melancolía más tristona. El vídeo parece ser de algún otro fan.





Y ahora ya sí la historia de uno de mis...

LUGARES NO DESEADOS

GILBERT
 
La primera vez que Lula vio a Gilbert aquel verano fue en la playa, una tarde de primeros de agosto. Él iba por la orilla caminando despacio, ensimismado. De vez en cuando el agua le llegaba a los pies y entonces él volvía de alguna lejanía, se detenía y hacía fotos a la arena o a las olas, o se agachaba y sacaba fotos rasantes de la superficie dorada, o acercaba la cámara tanto al suelo que a Lula, al verlo allí, en cuclillas, le entró curiosidad. Pero lo olvidó en cuanto Gilbert se confundió con el resto de los bañistas y paseantes.

Gilbert acababa de llegar de Madrid, solo, algo excepcional en él, que le atemorizaba la soledad y siempre hasta ahora había disfrutado de los viajes acompañado por amigos o amantes. Pero aquella vez se lo había impuesto, tenía que ser así, irse solo, a buscarse, a encontrarse. Más tarde le contaría a Lula que, a la vuelta de un viaje a París, se sentía desterrado, que los sitios, sin cambiar aparentemente su fisonomía, su barrio, su casa, empezaron a resultarle distintos y amenazantes, como lugares no deseados.

Aquél, que fue su primer paseo por la playa, se convertiría en costumbre, a la misma hora cada día, durante los 15 días restantes de sus vacaciones.

Por las mañanas prefería callejear después del café, que tomaba en la terraza del único hotel del pueblo, mientras se perdía en sus pensamientos y miraba sin ver, las idas y venidas de otros veraneantes, a la playa, a la piscina, al mercadillo. Llevaba inseparable su cámara de fotos y hacía fotos al suelo, a las lunas de las tiendas, a los muros bañados por el sol mediterráneo, tan blancos que casi dolía mirarlos.

Así le encontró Lula la segunda vez, le vio frente a la agencia de viajes del paseo marítimo, que llevaba cerrada más de un año. También estaba haciendo fotos, al escaparate. Lula se extrañó pues allí sólo estaban expuestos amarillentos carteles de viajes, fotos y posters doblados por el calor y el abandono. A pesar de ello, de la extrañeza, algo había en Gilbert que la gustaba, que la atraía y que le hacía parecer simpático, quizá ese aire de despiste, de estar ajeno al mundo, pero revolviéndolo todo.

Fue la tercera vez cuando por fin hablaron. Coincidieron de mañana en el autobús que iba a la capital. No se sentaron juntos, Lula estaba dos asientos más adelante.  A medio camino Lula tuvo un ataque de estornudos, una reacción alérgica que sufría de toda la vida, no sabía si al polvo o a qué, pero que le hacía estornudar unas cuantas veces seguidas. Rápidamente buscó en su bolso un pañuelo para sonarse, pero no encontraba ninguno. Registró por el fondo, apartando las gafas, un pequeño neceser y otras tantas cosas, buscó en los bolsillos laterales, pero sin éxito. Y seguía estornudando cuando sintió una mano que la tocaba en la espalda, era Gilbert que le acercaba un paquete de pañuelos de papel.
Así fue como comenzaron a hablar, de enfermedades, de las raras alergias y síndromes, de los mil dolores pequeños y de esas curiosidades de consultorio médico que pronto les hicieron saltar a otras intimidades con total naturalidad, como si se conocieran de toda la vida. La conexión fue tan perfecta que la conversación fluyó ininterrumpida durante toda la media hora que duró el resto del viaje. Pero ambos tenían que hacer en la capital y se emplazaron para el día siguiente a tomar una horchata en el paseo marítimo del pueblo.
 
Esa tarde cayó una tormenta después de que un calor asfixiante se apoderara del pueblo durante toda la mañana. Gilbert la pasó nervioso y tirante, discutió con un camarero por la temperatura del café y se le subió al entrecejo un dolor agudo que no le abandonó hasta que, con un estallido de rompe y rasga, un trueno le sacó de la cama, donde estaba tumbado dormitando la siesta. Sintió una liberación con la descarga eléctrica de rayos que chisporroteaban en el cielo y más cuando la lluvia se desplomó en grandes goterones. Salió a la terraza del hotel y se expuso, como quien va a la ducha, al chaparrón que le alivió casi instantáneamente de la neuralgia.

A la hora de ir a su cita con Lula, se sentía mucho más relajado y entonces fue cuando habló y habló.
Habló de cómo se perdió a si mismo en un recóndito Paris que igual pudiera haber sido La Habana, o Montevideo o Tombuctú, tan oculto quedó a sus ojos, incluso después de pisar sus calles y mirar los contornos de sus edificios. Por eso, porque a la vuelta no lograba hacer suyos los sitios habituales, porque no se encontraba y se sentía desterrado decidió alejarse de todo, ir a buscarse, decía. Y por eso ahora hacía fotos de su negra silueta, de sus múltiples sombras a lo largo del día, en los muros encalados y en las aceras, en la arena de la playa, de su cara en los cristales de los escaparates, en las ventanillas de los autobuses, en los retrovisores y los espejos desperdigados por el pueblo.

Fue a Paris como la arcilla virgen lista para modelar, abierto y receptivo, a pasar unos días con Eric, un francés provinciano al que conoció por una revista de contactos. Pasó la noche entera en un tren avejentado, lento y traqueteante, como del siglo pasado, que llegó al andén apareciendo en la estación desde un túnel del tiempo. El vaivén mecánico que le meció todo el viaje, hizo divagar sus pensamientos inquietos en el duermevela incómodo del asiento reclinable. Pero no tenía miedo a aquella aventura, casi una cita a ciegas a mil doscientos kilómetros de su casa, porque en ella no depositaba muchas expectativas, salvo pasar unos días de tranquilas vacaciones y algún escarceo sexual.

Pero a partir del primer abrazo en la estación de Austerlitz comenzó lo que le llevó a aquel estado privativo y vacío de sí en el que se hallaba ahora, que fue como una imperceptible y lenta inundación. Tan lenta que no se daba cuenta de cómo iba empapándose, como una esponja reseca, de los besos robados por Eric en todos los rincones, en los pasillos y el ascensor del hotel, en las callejas solitarias, de apretones de mano que fueron, como los besos, haciéndose cada vez más constantes, uniéndoles en un silencio que creaba un espacio sólo suyo, una cúpula elástica e invisible dentro de la cual iban caminando los dos ajenos al mundo, en la que sólo existían sus ojos brillando enfebrecidos mirada tras mirada y las risas de regocijo que estas les provocaban, y de cómo esa burbuja se iba afianzando, creciendo y robusteciéndose día a día.

-Ahora que lo hablo por primera vez con alguien- le dijo Gilbert que miraba a su vaso como leyendo en la turbiedad de la horchata- porque hasta ahora todo me lo he dicho para mis adentros, esa inundación, ese llenarme de Eric, fue despojándome de mí mismo. Yo, que en cualquier otra situación, habría estado adorando la monumentalidad parisina, fotografiando cada rincón, curioseando en las guías y hablando con esa gente que tan guapa me pareció en anteriores viajes, iba, en cambio, caminando sin ver más allá de la sonrisa de Eric, con todos los sentidos puestos en su volumen cercano, sus movimientos, escuchando su caminar. Con sólo eso me saciaba de Francia entera.

La víspera de la partida de Eric, que se iba un día antes que él pues no encontró billetes de vuelta para la misma fecha, fue un día lleno de pequeñas y grandes emociones, agridulce. - Íbamos por los salones del palacio de Versalles- decía Gilbert- entre la muchedumbre, igual igual que si camináramos por los pasillos del hotel, como si estuviéramos solos. Nada de aquel pomposo envoltorio rococó penetraba en nuestra burbuja. Luego salimos a pasear por los jardines, que estaban impresionantes, era principios de noviembre y el otoño había puesto sus colores en los larguísimos setos rectilíneos. Visto desde fuera de la burbuja todo resulta excesivamente romántico, me imagino, pero yo no pensaba en eso, me escondía en cualquier recodo y Eric me buscaba, me encontraba, me besaba y me abrazaba... nos reíamos cuando alguien se cruzaba con nosotros y descubría nuestro rubor, la excitación que debía leerse en nuestros semblantes.
Por la noche, ya en Paris, sentados en un banco de la Plaza de los Vosgos, toda la excitación se vino abajo, no éramos capaces de darle forma al futuro y esa impotencia acabó derrumbándonos. Lloramos inconsolables. Qué tristeza sentí en aquellos momentos... Eric con los ojos anegados en lágrimas me dijo ‘te voy a llevar en mi maleta’, a sabiendas de que era imposible, pero tenía que decirlo, expresar ese deseo para animarme, para animarse, aunque fuera un absurdo deseo, al que yo accedería gustoso plegándome como una de sus camisas, si no hubiera sido absurdamente imposible. Esa frase completó la inundación.

Al día siguiente –continuó Gilbert- después de una odiosa y terrible despedida en el aeropuerto, volví inmediatamente al hotel. En el metro las lágrimas me salían a borbotones, poco me importaba que la gente me mirara con curiosidad morbosa. Me metí en la cama, en el lado que Eric ocupó durante aquella semana... –Gilbert quedó callado en ese momento y Lula vió que le caían lágrimas por las mejillas. Antes de poder decirle algo, Gilbert se reanimó y continuó- disculpa este rollo lacrimógeno, me viene bien, que no había hablado con nadie de todo esto, pero ya termino. Al día siguiente volví a algunos de los sitios por los que estuve con Eric, Paris entonces se me hizo enorme, inabarcable totalmente, me sentía muy perdido casi como si realmente Eric me hubiera llevado en su maleta y me hubiese convertido en un zombi fantasmal dentro de un cuerpo vacío. Y así volví a Madrid, fuera de mí, no estaba a gusto en casa ni quería ver a nadie, por eso decidí venirme solo, a la primera oportunidad, a pasar unos días junto al mar. Y aquí me tienes...

domingo, 1 de enero de 2012

SEAMOS ATREVIDOS

Estreno el nuevo año brindando 
por todos ustedes que entran aquí 
por casualidad, 
por curiosidad, 
por amistad, 
por error… 
va por todos....

Y ya ven que me atrevo con todo y estoy dispuesto a casi todo. Superada la Nochevieja sin dar una calada a pitillo alguno, nada me parece imposible. De hecho hasta he preparado hace unos minutos la masa para hacer unas croquetas, que siempre se me han resistido arrojándome bombas y bombas de aceite hirviendo y suicidándose para volverse incomestibles al desparramarse en el crepitar de la sartén.
Empiezo pues el año atrevida y rigurosamente, me pongo la peluca, dejo de fumar y brindo… y desayuno leyendo las noticas de El país digital. Por curiosidad he ido a comparar cómo las cuentan en El país y en El mundo y es ahí cuando lo del rigor se me ha echado encima. Tenemos derecho a exigirlo, a denunciarlo así en abstracto, en general, pero dónde se exige y ante quién se denuncia? 
Ayssss


No quería empezar el año de este modo tan sesudo, pero al comparar ambos artículos se me ha revuelto el karma de tal manera que no he podido dejar de poner este post, primero del 2012. 

Y ahí va la comparación:

http://www.elmundo.es/elmundo/2011/12/31/espana/1325350858.html

Enlace de El mundo del que entresaco:

Las 'chuches' las paga el abuelo. Una buena noticia para este ciudadano medio llega con su suegro. El abuelo tiene una pensión media, que ronda los 800 euros, con lo que recibirá ocho euros más cada mes, en virtud de la subida del 1% aprobada. Para las 'chuches' de los nietos.”




Enlace de El país, del que pillo:

“Buena parte de los pensionistas volverá a perder poder de compra en 2012 por segundo año consecutivo. El incumplimiento por parte del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, de su promesa electoral de no subir los impuestos conlleva también, en la práctica, el incumplimiento de otra de sus promesas: mantener el poder adquisitivo de las pensiones. En torno a la mitad de los perceptores de pensiones de jubilación no se verán afectados por el recargo en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), pero la otra mitad verá cómo esa subida de impuestos se lleva una parte de la subida del 1% para compensar la inflación prevista. Los más perjudicados serán los perceptores de pensiones más altas, para los que el efecto de la subida de impuestos será superior al del incremento de la pensión, de modo que verán incluso reducirse (muy ligeramente) la pensión neta.”

Ahí queda eso, igual es una bobada o un ataque por mi parte de histeria por la falta de nicotina en sangre, pero es tremenda la facilidad con que les dan vueltas a las tortillas, aunque huelen a quemado.

Tendremos este 2012 que ser más atrevidos, ¿no?